Cultura

Ir a los toros (I)

Para lograr el conocimiento del que disfruta un aficionado entendido se necesita de paciencia y cariño

Si la muerte no jugase la partida de modo equitativo, el espectáculo taurino sería sólo un espectáculo (…)

Arturo Pérez Reverte. 2008

Para tener un bosquejo del porqué la fiesta brava es un detonador ancestral de muchas y variadas expresiones en el arte y la cultura habría que empezar por conocerla.

No haré una síntesis de su historia, casi tan añeja como el hombre mismo, pero sí voy a compartirle algunas sugerencias que permitan -o propicien- no que vaya usted a los toros, sino que asista. O mejor aún… participe. Que así como en alguna corrida de postín se estrena un fino blazer, alguna blusa o la bota de vino obsequio de un buen amigo, se dé la oportunidad en más fechas de embarcarse en otra visión: la propia. Que ejerza el derecho de su libertad para aprender cuánto hay de grandeza bajo una costra inútilmente superpuesta por los censores -nada nuevos por cierto- de este mágico ritual llamado el toreo.

En un planeta como el de los toros, selecto, especial e inaccesible, nada es sencillo. Se requiere una dosis colosal de cariño y paciencia para, con el tiempo y un ganchito, alcanzar el gratificante conocimiento del que disfruta un aficionado entendido.

El primer peldaño es, por supuesto, no ir, sino como le decía renglones arriba, asistir a una corrida. No se puede -ni se vale- hacer lo que algunos transculturizados chavales, quienes a pesar de ignorar hasta lo más elemental, enjuician, condenan y fusilan a naranjazo limpio a las personas cuando entramos o salimos de una plaza de toros. Ya habrá oportunidad de abordar con más extensión el tema. Así que volvamos a la plaza.

Bien, ya decidimos gozar de un domingo de toros y vamos rumbo a la plaza. Si usted es observador notará que, antes de entrar al coso, ya comenzará a percibir las primeras sensaciones. ¿Por qué? El público taurino es especial. Lo notamos en su ágil manera, pero sin prisas, de caminar rumbo a la plaza, en la pulcritud de su forma de vestir y en el respeto a su turno en la fila de la taquilla o del acceso a los tendidos (graderíos). Dicha actitud genera un beneficio inmediato: como no hay que afligirse por ganar un lugar a los demás, nos podemos concentrar en las propias emociones. Ojo al cosquilleo excitante en el estómago. Si su localidad es numerada, tranquilo, aunque llegue muy cerca del comienzo de la corrida, nadie la ocupará. Y si eventualmente alguien estuviera ahí, no tendrá problema para disponer de su lugar.

Otra particularidad de quienes van o asisten a los toros es la amabilidad. No le sorprenda si el vecino de asiento le pregunta si gusta una cerveza, un refresco, le receta una clase de tauromaquia o le invita un trago de su bota de vino. Algunas, por cierto, contienen mezclas que son una delicia (tinto, jerez y hasta un poco de cognac). Las características anteriores le dan a las corridas ese status que tanto -nos- gusta.

El pleno ejercicio de la democracia es otro rasgo único en los toros: en la plaza, todos tenemos voz y también tenemos voto. ¡Ah, pero si nuestros reclamos fuesen desairados, más temprano que tarde las consecuencias van a reflejarse en una potencial pérdida de prestigio de las autoridades o de la empresa organizadora! Sea la plaza que sea.

Es la hora anunciada, todo está preparado. Los toros están listos para salir al ruedo en el orden correspondiente, según fueron sorteados al mediodía entre los toreros, ante la presencia y supervisión del juez de plaza.

Felipe Aceves

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