Jalisco
El Vía Crucis de los Santos Mártires y de todos los demás
Juan Sandoval Íñiguez encabezó el acto que se celebra cada año en el Cerro del Tesoro
GUADALAJARA, JALISCO.- Si las palabras del cardenal Juan Sandoval Íñiguez son ciertas y los caminos que seguimos en nuestras vidas pueden volverse un Vía Crucis muy personal –cada quien tiene el suyo propio, cada quien conoce sus penas, dijo ayer-, muchos católicos decidieron confluir y andarlo por un momento acompañados.
El Vía Crucis de los Santos Mártires Mexicanos es una procesión que se vive en el Cerro del Tesoro, que dura poco más de hora y media, que llama a mujeres y hombres de todas las edades, y que resisten para seguir a todos los que cargan una cruz hasta lo más alto del lugar.
Los cánticos y los lamentos también suben por el camino pedregoso, y si se detienen, es sólo por un instante, o más bien 15, que son las estaciones programadas en este Vía Crucis, y que representan tanto a los últimos momentos de Jesucristo y su resurrección, como las condiciones sociopolíticas de México durante el gobierno de Plutarco Elías Calles, desde la percepción de la Iglesia Católica.
Si no fuera por la esencia religiosa –y el polvo- que se respira a cada paso durante todo el ascenso, el espectáculo desértico del Cerro del Tesoro, su tierra rojiza y sus rocas oscuras que adornan las orillas del camino, bien lo harían el escenario perfecto para una trama de ciencia ficción, una que se desarrolle en un planeta desconocido.
“Mamá, hay que encontrar un atajo”, lo dice muy bajito el niño, pero provoca la sonrisa en más de un rostro fatigado, y sin quererlo, acaba de elevar una oración muy subversiva a su salvadora. Mientras tanto, en la bocina portátil, presa continua de la interferencia, se sigue hablando del gobierno callista, sus “leyes persecutorias”, la “dictadura atea”, las “fuerzas del mal y la mentira” y la tortura y “crueldad diabólica”.
Antes de que el contingente se acerque, en el madero vertical de la cruz que marca la estación sexta un hombre posa su mano y con su cabeza agachada y los ojos cerrados ora solitario. En esa cruz y su número VI, cayó el turno de recordar a Santo Toribio Romo, a quien sorprendieron los soldados federales mientras dormía el 25 de febrero de 1928, quienes al señalarlo, sólo pudo decir “Sí soy, pero no me maten…”, y le dispararon.
En el Vía Crucis se oró por muchas cosas: En la primera estación, por el Estado de Derecho; en la tercera, por el don para llevar nuestra “cruz” propia con paciencia; en la cuarta, por el acercamiento a la perfección de la vida cristiana; en la sexta, para aprender a ver el “rostro dolorido” de Jesús en los demás; en la séptima, para rechazar con valentía la profanación de lo sagrado; en la octava, para no pasar de largo ante los gritos de dolor del prójimo; en la novena, para ser fieles a las “promesas sagradas” como el matrimonio; en la décima, para disminuir la “injusta brecha” entre los más ricos y los más pobres; entre la décimoprimera y la décimosegunda lo que más se escuchó fue el grito de una niña por agua “¡Agua, apá…agua!; en la catorceava una mujer le dijo a su hija mayor que a cómo veía el camino, si se tropezaba iba a llegar rodando hasta abajo.
En la última estación, en lo más alto del cerro, el cardenal Sandoval Íñiguez indicó que la herencia común más importante que dejaron los Santos Mártires Mexicanos fue la preparación de una nueva “primavera de la fe”, que ofrecieron su vida por Dios y la patria, y pidió combatir la indiferencia religiosa, la impureza y el egoísmo, luego, subió a la Suburban de color tinto –combinaba con la tierra- que lo esperaba y bajó.
El Vía Crucis de los Santos Mártires Mexicanos es una procesión que se vive en el Cerro del Tesoro, que dura poco más de hora y media, que llama a mujeres y hombres de todas las edades, y que resisten para seguir a todos los que cargan una cruz hasta lo más alto del lugar.
Los cánticos y los lamentos también suben por el camino pedregoso, y si se detienen, es sólo por un instante, o más bien 15, que son las estaciones programadas en este Vía Crucis, y que representan tanto a los últimos momentos de Jesucristo y su resurrección, como las condiciones sociopolíticas de México durante el gobierno de Plutarco Elías Calles, desde la percepción de la Iglesia Católica.
Si no fuera por la esencia religiosa –y el polvo- que se respira a cada paso durante todo el ascenso, el espectáculo desértico del Cerro del Tesoro, su tierra rojiza y sus rocas oscuras que adornan las orillas del camino, bien lo harían el escenario perfecto para una trama de ciencia ficción, una que se desarrolle en un planeta desconocido.
“Mamá, hay que encontrar un atajo”, lo dice muy bajito el niño, pero provoca la sonrisa en más de un rostro fatigado, y sin quererlo, acaba de elevar una oración muy subversiva a su salvadora. Mientras tanto, en la bocina portátil, presa continua de la interferencia, se sigue hablando del gobierno callista, sus “leyes persecutorias”, la “dictadura atea”, las “fuerzas del mal y la mentira” y la tortura y “crueldad diabólica”.
Antes de que el contingente se acerque, en el madero vertical de la cruz que marca la estación sexta un hombre posa su mano y con su cabeza agachada y los ojos cerrados ora solitario. En esa cruz y su número VI, cayó el turno de recordar a Santo Toribio Romo, a quien sorprendieron los soldados federales mientras dormía el 25 de febrero de 1928, quienes al señalarlo, sólo pudo decir “Sí soy, pero no me maten…”, y le dispararon.
En el Vía Crucis se oró por muchas cosas: En la primera estación, por el Estado de Derecho; en la tercera, por el don para llevar nuestra “cruz” propia con paciencia; en la cuarta, por el acercamiento a la perfección de la vida cristiana; en la sexta, para aprender a ver el “rostro dolorido” de Jesús en los demás; en la séptima, para rechazar con valentía la profanación de lo sagrado; en la octava, para no pasar de largo ante los gritos de dolor del prójimo; en la novena, para ser fieles a las “promesas sagradas” como el matrimonio; en la décima, para disminuir la “injusta brecha” entre los más ricos y los más pobres; entre la décimoprimera y la décimosegunda lo que más se escuchó fue el grito de una niña por agua “¡Agua, apá…agua!; en la catorceava una mujer le dijo a su hija mayor que a cómo veía el camino, si se tropezaba iba a llegar rodando hasta abajo.
En la última estación, en lo más alto del cerro, el cardenal Sandoval Íñiguez indicó que la herencia común más importante que dejaron los Santos Mártires Mexicanos fue la preparación de una nueva “primavera de la fe”, que ofrecieron su vida por Dios y la patria, y pidió combatir la indiferencia religiosa, la impureza y el egoísmo, luego, subió a la Suburban de color tinto –combinaba con la tierra- que lo esperaba y bajó.