- “A Dios rogando...”
Por supuesto, lo dicho ayer en este espacio acerca de la pertinente recomendación del gobernador Enrique Alfaro, de resguardarse al máximo durante cinco días para reducir al mínimo el riesgo de contagio del coronavirus, es extensivo al cardenal arzobispo de Guadalajara, cardenal José Francisco Robles Ortega, y demás autoridades eclesiásticas del país: lo mismo si se interpretó como práctica piadosa la suscripción a escapularios, estampitas y talismanes promovida por cierto personaje (“de cuyo nombre…”, etc.) que si se tomó como chiste malo y tonto, los jerarcas eclesiásticos hicieron, esta vez, lo más sensato: cerrar las iglesias, suspender las celebraciones -desde las misas hasta las representaciones de Semana Santa que ordinariamente convocan multitudes- hasta nuevo aviso, y acatar de buen grado, por fastidiosas que parezcan, las disposiciones de las autoridades civiles.
-II-
Cambian los tiempos. En el caso, cambian para bien…
Quienes, por elementales razones de edad, han sobrevivido a varios “fines del mundo” anunciados por los profetas de desastres que surgen cíclicamente debajo de las piedras -los que sostenían que Dios, en las Escrituras, estableció que “el mundo pasará de mil años, pero de dos mil no pasará”, por ejemplo-, podrán aportar sus experiencias. Experiencias que, ya en frío, resultan risibles, pero, en su momento, parecían aterradoras. Verbigracia, la versión de que en uno de tantos inminentes (y fallidos) “fines del mundo”, habría terremotos, tinieblas, destrucción y muerte… aunque se salvarían quienes tuvieran una vela bendita. Por supuesto, en las iglesias en que las expendían, las filas de solicitantes eran interminables…
Vale decir que, en efecto, todos los propietarios de velas benditas se salvaron… aunque también lo hicieron -prueba de que la misericordia de Dios es infinita- quienes no tuvieron esa precaución. Lo de menos es si fue por falta de fe o porque las velas se agotaron.
-III-
“A Dios rogando y con el mazo dando” es un refrán que apela lo mismo a la ayuda de la gracia divina (en el entendido de que, como plantea Richard Dawkins en “El Espejismo de Dios”, “algunos rincones de la gigantesca conciencia de Dios se encuentran ocupados en las plegarias de todos y cada uno de los seres humanos que le solicitan sendas excepciones a las leyes que Él mismo estableció desde toda la eternidad”) que a la importancia de trabajar y esforzarse para conseguir lo deseado.
En otras palabras, Dios poco puede hacer si la voluntad humana no aporta su parte.