25 años
Estamos a punto de cerrar 2025 y, casi sin darnos cuenta, se nos fue el primer cuarto del siglo XXI. En una época donde todo se consume y se olvida con rapidez, hacer memoria no es un ejercicio nostálgico, sino obligatorio. Este siglo, que algunos temían y otros esperaban con entusiasmo, ya dejó suficientes marcas como para detenernos a mirar.
El año 2000 comenzó, en México, con la llegada del PAN al poder. La alternancia parecía, por sí sola, una forma de redención democrática. La ilusión duró poco. El presidente electo pronto demostró que el cambio de siglas no garantizaba mejoría de rumbo. La transición fue más simbólica que profunda.
Un año después, el mundo perdió la inocencia. El 11 de septiembre de 2001 dos aviones golpearon las Torres Gemelas y con ellas la idea de que el orden global era estable y que Estados Unidos era invulnerable. La respuesta fue inmediata: guerras largas, conceptos breves —seguridad, enemigos, libertad— y una política construida desde el miedo. El siglo aprendió temprano que cuando el temor gobierna, la razón retrocede.
Mientras Washington inauguraba su guerra contra el terror, aquí se comenzó la guerra contra el narcotráfico y el país entró en una espiral de violencia que todavía no termina. Se combatió al crimen solo con lógica bélica y se olvidó que las balas no sustituyen a la justicia social. El siglo ha dejado una lección incómoda: es fácil declarar guerras y casi imposible terminarlas sin dejar cicatrices profundas.
En 2008 el mundo volvió a estremecerse. La crisis financiera global reveló la fragilidad del sistema económico. Millones pagaron errores que no cometieron. Así, la desigualdad se acrecentó aun más.
Ese mismo año, Estados Unidos eligió a su primer presidente afroamericano. Barack Obama encarnó una esperanza genuina: la posibilidad de que el poder fuera accesible para todos. Su gobierno mostró, sin embargo, que incluso los símbolos más poderosos chocan contra estructuras que no se transforman únicamente con discursos.
México, fiel a su vaivén histórico, decidió traer de vuelta al PRI. El retorno fue modernización y déjà vu al mismo tiempo. Un sexenio marcado por reformas profundas y necesarias aunado a escándalos de corrupción que terminaron por desgastar al gobierno de Enrique Peña Nieto, abriendo paso a quienes habían permanecido largo tiempo en la oposición.
En la antesala de la elección mexicana, en Estados Unidos irrumpió Donald Trump. No como anomalía, sino como consecuencia. Capitalizó el enojo, la nostalgia y el resentimiento. Gobernó desde el espectáculo y dejó instalada una forma de hacer política: la provocación permanente.
Mientras tanto, China avanzaba sin estridencias. Expandió su influencia económica y tecnológica sin pedir aplausos ni ofrecer valores universales. El mundo entendió que el poder del futuro no necesariamente hablaría de democracia, pero sí de eficiencia.
En México, el hartazgo encontró cauce con la llegada de López Obrador. Su triunfo fue más emocional que programático. Prometió una transformación moral y gobernó desde el relato. Morena se consolidó como partido y como identidad. El país cambió de tono y de símbolos; los problemas, en muchos casos, permanecieron y en otros se profundizaron.
Y entonces llegó el coronavirus. Un virus microscópico detuvo al planeta, vació ciudades, colapsó sistemas de salud y expuso fragilidades largamente ignoradas. En México, la pandemia combinó tragedia, improvisación y resistencia cotidiana. Dejó una lección clara: cuando el Estado duda, la sociedad sostiene.
Tras la pandemia, el mundo no se volvió mejor ni peor, solo más cansado. Hoy vemos el retorno de Trump, la consolidación de Morena, nuevas guerras asomándose y la amenaza latente de otros virus. El siglo parece avanzar en círculos, repitiendo ciclos con herramientas más sofisticadas.
Pero no todo es oscuridad. Este mismo siglo ha producido avances médicos impensables a inicios del mismo, tecnologías que mejoran la calidad de vida y una notable capacidad de adaptación social. La ciencia avanzó más rápido que la política; la sociedad, más que sus dirigentes.
Cerrar este primer cuarto del siglo XXI exige memoria y sentido común. Entender que la historia no mejora sola, que la democracia se cuida o se vacía y que el carácter acompañado de pensamiento crítico —personal y colectivo— sigue siendo el recurso más escaso.
Quizá por eso este siglo se vive con tanta intensidad: porque, como expresaba La Bruyère, “la vida es una tragedia para quienes sienten y una comedia para quienes piensan” y pensar, analizar y proyectar, hoy más que nunca, es un acto de responsabilidad con los próximos 25 años.