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Al diablo con sus instituciones

Imaginemos la propuesta de reforma electoral de AMLO en términos pamboleros. Supongamos que, inconformes ante las constantes polémicas arbitrales, concluimos que el arbitraje mexicano enfrenta una crisis y debe transformarse para mejorar. Hay dos visiones para arreglar el problema. 

La primera sería una visión correctiva que consiste, principalmente, en preguntarse qué funciona y qué no. ¿Debe cambiar el protocolo para aplicar el VAR? ¿En cuántas ocasiones se ha equivocado el VAR y ha sido determinante en el resultado? ¿El sistema de puntos es el más equitativo? ¿Los jueces centrales cumplen adecuadamente su papel? ¿Hay mecanismos para fiscalizar y vigilar que el árbitro no se corrompa? 

Eso implica elaborar un diagnóstico que primero reconozca y pondere -sin importar si le vas al América o a las Chivas- la dimensión de la crisis, y luego trazar el camino para resolverla. Un problema bien planteado, reza la máxima, constituye la mitad de la solución.  

La segunda sería una visión refundacional que consiste, principalmente, en cambiar por completo el modelo. Por ejemplo, reducir el número de jugadores, las dimensiones de la cancha, la duración del partido, habilitar tiempos fuera como en el fútbol americano y un nuevo sistema de puntos para la liguilla. Una reforma de esta envergadura debería surgir de un diagnóstico mucho más profundo para justificar el cambio absoluto en las reglas del juego. 

Lo que busca el Presidente, más o menos, es lo segundo: sin ofrecer un diagnóstico contundente quiere desaparecer al INE y los organismos locales para centralizar las elecciones en un nuevo órgano. También busca disminuir el número de legisladores, consejeros y magistrados electorales, estos últimos dos serían elegidos por voto popular (lo que implicaría un gasto que contradice la idea de abaratar el costo de nuestra democracia). 

Pero además, el Presidente propone todas estas modificaciones desde el poder. Esta sería la primera vez que una reforma electoral -a diferencia de las de 2007 y 2014- surge desde el poder hegemónico de la Presidencia y no como parte de la presión ejercida por la oposición para hacer más equitativa la contienda. Sería, también, la primera vez que, de aprobarse, tendría que implementarse en una elección presidencial y no en una intermedia como en las reformas anteriores, con los riesgos que implica.  

Para regresar a la metáfora pambolera, es como si el dueño del América -una disculpa a los aficionados por la alegoría- llegara a la presidencia de la Federación Mexicana de Fútbol decidido a transformar no sólo el sistema de arbitraje sino el juego completo, en aras de que el arbitraje sea más barato, pero no más justo y menos falible gracias a la tecnología, e incorruptible. 

Una reforma electoral debe cuidar que el árbitro no pierda la autoridad y autonomía política que, sin bien ha tenido fallas y errores, ha costado tres décadas impulsarla.

Sería un retroceso mandar al diablo la autonomía política del INE o, peor aún, regresar la organización de las elecciones al Gobierno. Es necesaria una evaluación y diagnóstico público de lo que se debe modificar de nuestro sistema electoral, pero también de lo que debe mantenerse y, sí, también en qué podemos ahorrar como los sueldos de los silbantes.  

La propuesta hasta ahora, todo indica, se basa en cambiar las reglas del juego democrático de raíz porque uno de los jugadores cree que le marcaron un penal injustamente hace 16 años.  

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