La acústica y los decibeles
En días pasados se publicó que el Cabildo de Guadalajara aprobó modificaciones a distintos ordenamientos municipales para que se aplique la “ley antirruido” promulgada por el Congreso del estado. No informan si a los señores regidores se les equipó con el aparatito de medir decibeles; seguro que en las cuadras inmediatas al Ayuntamiento tendrían múltiples ocasiones de probarlos y usarlos para luego sancionar a los ruidosos, que van desde los que venden zapatos hasta nieves y agreden a los ciudadanos con unas bocinas a todo lo que dan vueltas hacia la calle. Por lo pronto, no se aprecia cambio alguno.
La gente parece estar cada vez más insensibilizada al ruido. O será que simplemente se rinde, por indefensión y sumisión seculares, a la tiranía del vecino fiestero, o del sujeto de sospechosa catadura que convierte su automóvil en rocola, o del chofer del camión... Por lo menos los millennials suelen encasquetarse sus audífonos y allá ellos con sus tímpanos.
La acústica es una rama de la física que nació desde el siglo VI aC con Pitágoras y se fue desarrollando en el pensamiento y la arquitectura de los griegos. Después, en Roma, Vitrubio, en el siglo I aC, escribió un tratado sobre las propiedades acústicas de los teatros, que ya los griegos habían explorado y utilizado. A lo largo de los siglos se fueron afinando los conocimientos acústicos y sus aplicaciones a los espacios abiertos o cerrados.
La arquitectura de los recintos colectivos como los teatros, las aulas, las iglesias o los estadios siempre, por razones obvias, se ha ocupado del sonido y sus problemas. Antes de que hubiera megafonía, los arquitectos debían resolver cómo amplificar el sonido sin perder la inteligibilidad de lo que se intentaba transmitir. En muchas iglesias medievales de distintos países europeos hay, por ejemplo, cántaros empotrados en los muros que por años fueron un misterio y que ahora se sabe que tenían esa función. Los púlpitos, ahora casi abolidos (y muchos destruidos), además de estar en alto, solían tener arriba una especie de concha para aumentar la resonancia del sermón.
Los nuevos teatros, salas de conciertos, etc. suelen recurrir a ingenieros especializados para maximizar la nitidez y la calidad del sonido, pero los edificios antiguos plantean un problema que debería ser resuelto con un poco de sensibilidad y conocimientos: cuando se proyectan en el Diana las funciones de ópera del Met, a veces resulta una tortura por la incapacidad de modular adecuadamente el sonido. En el Degollado, un clásico teatro de ópera perfectamente diseñado, no debería ser necesaria la megafonía. Otro tanto puede decirse de las iglesias. En el Templo Expiatorio, por ejemplo, los responsables deberían saber que la arquitectura misma provee suficiente resonancia, y que los micrófonos han de usarse con mesura, porque ahora lo hacen de forma más bien atronadora y, lo que es peor, sin que se entienda nada. Los cantos suelen ser un ejercicio de penitencia auditiva (cantan feo pero recio).
A ver si por lo menos de algo sirven las nuevas medidas municipales en el ámbito público, ya sería ganancia.