Madera de artista
Arthur Rubinstein decía que “estudiaba” a Chopin hasta el final de sus días -murió a los 95 años-, con la esperanza de hacerlo “cada vez mejor”. Santiago Lomelín, a sus 25 y con una trayectoria que incluye a varias de las salas más prestigiosas del mundo, ofreció un recital con las cuatro baladas de Chopin, la noche del lunes en la Sala de Cámara del Teatro Degollado, como confirmación, ante su gente, de los progresos que ya ha hecho como solista, y como prenda de la que promete ser una carrera exitosa en el ámbito de la música.
Rubinstein, según sus propias palabras, aspiraba tocar a Chopin “como hubiera querido que se le tocara”. Las partituras para piano del compositor polaco son obras maestras; palabras mayores. Atreverse con ellas no se limita a tocar las notas. Demanda, como solía decir Pablo Casals, “tocar la música”: interpretarla; darle sentido, para lo cual el requisito primordial es sentirla.
Fue, cabalmente, lo que hizo Santiago. En la introducción de la velada, recordó que desde muy niño alimentó el deseo de tocar las cuatro baladas de Chopin, aunque aprendió, desde muy temprano, que se trata de obras portentosas. Su versión, ante una selecta concurrencia -menos de 100 personas, con estricta invitación-, fue más allá de las exigencias técnicas. La suya fue una interpretación respetuosa, pulcra en la digitación, sí, pero también apasionada. Formalmente impecable, su tempo fue justo; ni sus pianos se diluyeron ni sus fortísimos hirieron los oídos de los asistentes. Las bellísimas frases centrales de las baladas 1 y 4, principalmente, fueron acariciadas y proyectadas con una gran intensidad. La ejecución cumplió cuando tenía que ser vigorosa y se sublimó cuando había que aportar delicadeza.
La velada se redondeó con la Sonata No. 3 en Fa menor, Op. 3, de Brahms. Obra de juventud -la compuso a los 19 años-, apunta ya la obsesión que Brahms tuvo con respecto a los sonidos que aspiraba a sacar de la orquesta, y que consiguió con creces en sus años de madurez, con las cuatro sinfonías. En la versión de Santiago hubo la intensidad y el sonido expansivo que demanda una obra tan majestuosa como esa… y, por otra parte, una encomiable sobriedad gestual, desprovista de los excesos que suelen caracterizar a muchos pianistas, más preocupados -se diría- por la coreografía que por la música.