Por estas fechas, ya muy próximas a la Navidad, estaremos llegando -como un milagro, improbable por definición, no lo evite- a la cifra oficial de 120 mil decesos, en México, a causa del COVID-19. Esa cifra, vale subrayarlo, equivale al doble de la de 60 mil, calificada a priori, hace meses, como “catastrófica” por el doctor Hugo López-Gattel.Alcanzarla, por lo demás, coincide con dos noticias que ya no lo son tanto: una, la decisión de las autoridades de la Ciudad de México y anexas, de decretar el “semáforo rojo”; otra, la inminente aplicación de una segunda etapa del “botón de emergencia” en la Zona Metropolitana de Guadalajara.-II-Se trata, en ambos casos, para efectos prácticos, de imponer, temporalmente, restricciones a las actividades económicas “no esenciales”.Las opiniones encontradas que han desatado las señaladas decisiones de las autoridades, remite a un cuento de García Márquez que fue llevado al cine: “En este pueblo no hay ladrones”... Se diría, aplicado al caso, que “en este pueblo no hay culpables”. O, mejor dicho, que no hay inocentes.Restringir la movilidad social tiene efectos positivos por cuanto reduce, lógicamente, los contagios, las enfermedades y los decesos; pero tiene por contrapartida, efectos perniciosos al suspender actividades económicas que también son esenciales… para quienes han hecho de ellas un modus vivendi. Botones de muestra, los empleados de comercios forzados a cerrar, o los meseros de bares y restaurantes obligados a reducir sus horarios.-III-Conforme las cifras de contagios y decesos se incrementan y los hospitales se saturan, resurge la discusión bizantina: ¿quién es “el malo” de la película: quien dispone la suspensión de actividades, o quien por ignorancia, incredulidad o indiferencia -por valemadrismo, para decirlo en mexicano- desdeña las recomendaciones de las autoridades sanitarias y se pasa por el arco del triunfo las disposiciones de las civiles…?En este pueblo no hay inocentes, ciertamente…, aunque quizá los díscolos sean menos culpables que los gobernantes a quienes tiembla la mano para dar órdenes, por el pavor de que los tilden de autoritarios. Es difícil tomar decisiones odiosas, desagradables, dolorosas, costosas… aunque sean pertinentes y aun inevitables en un momento determinado.Podría decirse, en conclusión, parafraseando a Víctor Hugo, que “entre el pueblo que hace mal y el gobierno que lo consiente, hay una cierta solidaridad vergonzosa”. Después de todo, la autoridad, en todos los órdenes de la vida, está para hacer lo adecuado; no para dar gusto a los necios.