Las elecciones de 2027 constituyen una prueba estructural a la legitimidad política en México. En ellas emergerán los actores que habrán de gobernar una buena parte de la transición hacia 2030. En términos clásicos, se trata de un momento de “fundación secundaria”: no se redefine el régimen, pero sí las condiciones de posibilidad para su eventual continuidad o para su salida del poder.Debe considerarse, entonces, que la legitimidad democrática no se agota en el origen electoral del poder. Como advirtió Bobbio, la democracia moderna se sostiene sobre una doble exigencia: el procedimiento y el resultado. Ganar elecciones otorga legalidad; gobernar bien otorga legitimidad. Cuando ambas dimensiones se disocian, el poder subsiste, pero la autoridad se erosiona.Las diecisiete entidades que renovarán gubernatura en 2027 concentran una parte decisiva del territorio, de la población y de la economía nacional. Pero, sobre todo, concentran los problemas estructurales que el país no ha logrado resolver en décadas: inseguridad persistente, pobreza territorializada, desigualdad regional, economías locales frágiles y una vulnerabilidad creciente frente al cambio climático. Gobernar esos estados no permite seguir sólo administrando inercias, sino que obliga a enfrentar límites.Frente a ello, aparece una categoría crítica: la responsabilidad política. En su sentido más profundo, la responsabilidad es tener conciencia previa sobre las consecuencias del poder. Un gobernante responsable es quien sabe hasta dónde puede llegar sin comprometer el orden político, social y fiscal que sostiene a su comunidad. El problema contemporáneo es que las candidaturas se construyen para maximizar eficacia electoral, y no para asumir esa carga. Se privilegia la visibilidad sobre la competencia, la lealtad partidista sobre la capacidad de gobierno, la movilización simbólica sobre la construcción institucional. El resultado es un déficit de liderazgos con horizonte histórico.Leo Strauss advertía que la política moderna corre el riesgo de olvidar la prudencia, esa virtud clásica que significa sabiduría práctica: la capacidad de decidir en contextos de incertidumbre sin destruir los fundamentos del orden común. La prudencia política exige conocer el territorio, comprender los equilibrios sociales, reconocer la fuerza de los poderes fácticos y, sobre todo, aceptar que no todo problema admite soluciones inmediatas.En este sentido, el cierre de las administraciones actuales adquiere un valor ético central. Se trata de generar condiciones mínimas de gobernabilidad para quienes habrán de asumir el poder, sean o no del mismo signo partidario. Un gobierno que hereda desorden y deterioro institucional incumple la obligación político-moral con la comunidad política que representa.La complejidad del proceso de 2027 se agrava por la concurrencia total de elecciones: Cámara de Diputados, congresos locales, alcaldías y una parte significativa del Poder Judicial. La experiencia reciente ha mostrado que la elección popular de jueces, tal como se ha instrumentado, todavía debe mostrar su capacidad, o no, de mejorar sustantivamente la impartición de justicia, lo cual exige una reflexión permanente para decidir si continuar por esa ruta es o no lo mejor para el país.Desde esta perspectiva, la pregunta decisiva no es quién ganará más gubernaturas, sino qué tipo de Estado se está reproduciendo. Un Estado que gana elecciones, pero pierde control territorial; que distribuye recursos, pero no genera desarrollo; que concentra poder, pero no construye autoridad. La legitimidad, en este contexto, deja de ser un capital político y se convierte en un recurso que se agota.El desafío de 2027 es, entonces, profundamente filosófico: reconstruir la relación entre poder, responsabilidad y prudencia. México no necesita sólo mayorías, sino gobiernos que comprendan el límite, que actúen con mesura y que asuman que gobernar es custodiar un orden frágil, no explotarlo o incluso deteriorarlo aún más.Si las candidaturas se diseñan únicamente para asegurar eficacia electoral, el país llegará a 2030 con estructuras debilitadas y conflictos acumulados. Pero si en 2027 se logra articular liderazgos con conciencia histórica, capaces de pensar en términos de legitimidad sustantiva y no sólo formal, entonces podría pensarse en un punto de inflexión hacia una nueva lógica de responsabilidad republicana.