Jueves, 09 de Octubre 2025

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A grandes males, grandes fingimientos

Por: Augusto Chacón

A grandes males, grandes fingimientos

A grandes males, grandes fingimientos

Para que en el México postrevolucionario la dictadura fuera perfecta era necesario que los presidentes fueran imperfectos, según el infame panteón de las autocracias, pues para éstas no debe haber alguien más despreciable que quien pudiendo regir indefinidamente se allana a una temporalidad preestablecida. Por lo demás, el sistema, la dictadura perfecta, funcionaba según es habitual en cualquier absolutismo: los mandatarios usaban el poder sin restricciones, ni políticas, legales, morales o presupuestales. Claro, el sistema se volvió más importante que las personas que lo servían internamente y por supuesto más que aquellas a las que supuestamente debía servir, el pueblo; la leyenda que llevaba aparejada rezaba que mientras el sistema se mantuviera vigente, la estabilidad y la “paz social” estarían garantizadas, nada más sencillo que asegurar la permanencia de falacias. La generosidad del sistema con el tiranuelo en turno contenía la trampa de salida: las equivocaciones del imperfecto dictador preparaban la entronización del sucesor, quien por sobre los estropicios del saliente edificaba su despotismo con fecha de caducidad, al que adornaría con soluciones que por provenir de él eran consideradas infalibles.

Hagamos un repaso somero. Carlos Salinas, ilegitimo como corresponde a un gobernante autócrata, se disfrazó de viento fresco para el sistema, echó paladas a la tumba de la economía mixta, incorporó la propaganda internacional para su modelo y desfiguró las desfiguradas facciones del nacionalismo revolucionario: el ejido, el PRI, la relación con los poderosos satélites del sistema, la relación con los sindicatos oficialistas, los monopolios del Estado y hasta el peso, al que le sustrajo tres ceros. Olvidó que la crisis que envolvió su unción era de índole democrático, no quiso ver que el país ya no resistía a más dictadores, ni perfectos ni imperfectos; reprimió, persiguió, negó la voz y la luz a sus opositores, decidió según su talante y desestimó la pluralidad con la que debía gobernar una nación diversa. Su circo fue demolido a balazos; los que recibió el llamado a sucederlo, los que desde Chiapas alertaron que era hora de cambiar, los que acribillaron al líder de su partido. La infalibilidad de Ernesto Zedillo duró poco, menos de un mes, sus primeras decisiones hundieron al país en una crisis, otra vez; no le quedó margen para que la grandilocuencia presidencial invocara su infalibilidad, se conformó, no fue poco, con reparar algo de lo descompuesto, pero sin modificar las estructuras del sistema, mero laminado y pintura. Vicente Fox, creyéndose ajeno al sistema fue incapaz de diagnosticarlo correctamente; la piedra que se lanza con fuerza para que toque el agua y rebote, así fue su administración. El lema “sacar al PRI de Los Pinos” no evolucionó a programa porque no entendió que el PRI era sólo el membrete del sistema. Imperfecto entre los tiranuelos imperfectos, apenas si rozó al sistema; los modos de sus componentes, con todo y los dividendos que se repartían, y los magros resultados para la gente, permanecieron indelebles. Felipe Calderón se enfrascó en una guerra que no podía ganar sin la participación de los miembros penumbrosos del sistema, guerra contra un enemigo que, vaya cosa, era retoño del mismo sistema: el crimen organizado. Deformó su proyecto original y preparó la llegada de su relevo. Enrique Peña Nieto trató de revivir la fórmula: hacer lo contrario de su predecesor, para que la seguridad se imponga; poner a todas los factores políticas a girar en su órbita para terminar de derrumbar los acuerdos, puestos en la Constitución, que hacían al Estado rector de la energía y que en cambio fuera la competencia abierta, el mercado, la que marcara el derrotero, y lo mismo con las reglas laborales y la educación pública, con las y los maestros, empleada para vengarse de sus enemigos personales y complacer a su corte reaccionaria. Poder como el de antes; poco menos de dos años le duró el gusto. El sistema lucía agotado, la corrupción exacerbada lo oxidó; aunque el crimen organizado entendió como usufrutuar sus mecanismos: controlar territorios y a sus habitantes con miedo, con dádivas, sin injerencia de las leyes ni de las autoridades formales y con tanta libertad como al jefe de zona le parezca conveniente.

A pesar de esta reseña deprimente, existe el México que podemos medir con las cifras de la economía que mira de lejos a los mexicanos, a las mexicanas (la mitad de ellos puestos en alguna de las laderas de la pobreza) y no obstante, está entre las primeras veinte del mundo; el México del que mana una cultura potente, de la popular a la literatura, de la música y las artes plásticas al teatro, la fotografía, la danza; el México cuyos expulsados generan riqueza en otros países y vía las remesas sostienen a miles de comunidades acá; el México que se sueña moderno y tiene viviendo una pesadilla colonial a sus pueblos originarios; que se precia civilizado mientras las mujeres nomás no pueden vivir sin que las violenten, sin ser minusvaloradas, en todos los campos.

Estado de resultados del sistema político que propició que por decisión de unos pocos se dilapidaran recursos de toda índole que eran patrimonio de todos; un sistema que se negó consistentemente a ver más allá de él mismo y sus engranes. Ahora, dicen, estamos en una muda, ¿de qué? ¿Ya no hay, no habrá déspotas de recambio sexenal? De ésos que decidían nomás atenidos a su voluntad. ¿La gente del norte, del sur, del centro, está convidada a diseñar caminos diferenciados para desarrollarse? ¿Los Poderes de la República ya no simulan la separación? ¿El Estado tiene el control de todo el territorio y la ley es de aplicación pareja? ¿La reducción real de la desigualdad y castigar a los criminales están próximos? ¿De qué se trata el cambio con el que nos espetan cada mañana? A lo mejor únicamente del aceite con el que el sistema se mantendrá vigente, de la marca Bienestar.

agustino20@gmail.com

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