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El arte de como que sí, pero no

Por: Augusto Chacón

El arte de como que sí, pero no

El arte de como que sí, pero no

México, cualquier mes de los últimos años y tal vez de los por venir. Es una guerra. No es una guerra. Hay más muertos que en muchas de las que están en los libros de historia; aunque son fallecimientos que se anotan a la cuenta de ellos, porque es entre ellos, supuestos criminales -dicen las autoridades-, que se matan, entonces no es una guerra y como no lo es, los sucesivos gobiernos de la República han empleado a las Fuerzas Armadas y, por estas fechas, a su retoño, la Guardia Nacional para… ¿atestiguar cuántos ejecutan ellos en una guerra que no lo es?

Guadalajara,  miércoles 3 de febrero de 2021; mientras cientos de miles por todo el país se convertían en afluentes de la entonces cada día más caudalosa COVID-19, que partió el imaginario de la nación en dos, el de los aquejados por el mal y el de los que temían, inermes, ser arrastrados a la vertiente de los enfermos, un convoy de los combatientes que, ya quedamos, no están en guerra (Guardia Nacional, policías estatales de Jalisco y municipales) terminaban un patrullaje conjunto y cada cual tomó su rumbo si nos atenemos a una de las versiones periodísticas de lo ocurrido aquella noche. El caso es que de pronto, como sucede en las guerras que sí lo son o, más bien, en la guerra de guerrillas, los Guardias federales fueron atacados, quizá porque aquel día ellos estaban cansados de exterminarse entre ellos y decidieron causar muertos entre los de nosotros; sólo que su cálculo falló: cayeron cuatro de su bando, y de manera tan irrefutable que los cuerpos de dos sólo podrían ser reconocidos merced a un análisis de ADN; un par de los uniformados terminó herido, uno de ellos muy grave.

Jalisco, del 29 al 31 de enero; 32 personas, o 37, hubo dos cifras en juego, asesinadas con dolo, es decir: muertas por la intención de alguien más (la mayoría a balazos), repartidas principalmente entre el Área Metropolitana de Guadalajara y la región Altos Norte. Además, de la tarde del jueves 4 de febrero al viernes siguiente, la muy atareada Muerte adicionó en su ábaco ocho unidades.

Las fechas fueron elegidas no porque contengan sucesos dignos de destacarse especialmente, casos así suceden varios días de cualquier mes en Jalisco, en buena parte de México. La violencia siega y siembra; siega vidas como si leyes, como si autoridades no hubiera, siembra el miedo que florece fertilizado por la sospecha de que las normas cada vez significan menos, tan menos como las autoridades que no se hacen en guerra y, no obstante, la pierden a favor de ellos. Mucho territorio, geográfico y político, ajeno a las noción de unidad nacional; sitios como tumores en donde las policías, la que sea de sus advocaciones, en donde los programas de gobierno y la idea de libertad y derechos, que antes suponíamos uniformes, no aplican, no sirven de asidero para la justicia, para la convivencia civilizada, en donde por indolencia e incapacidad la noción “armas de uso exclusivo del Ejército” es una antigualla de los tiempos en los que las guerras eran guerras y la legalidad y el estado de derecho eran principios compartidos; si bien nunca fueron suficientemente sólidos, menoscabarlos producía cierta vergüenza, así fuera cosmética, y las cifras de muertos por violencia homicida provocaban indignación, echamos en falta incluso la que era meramente discursiva, ésa que los responsables de la ley y el orden solían manifestar con expresiones antologadas en el romanticismo político: en mi gobierno no permitiremos que… todo el rigor de la ley… caiga quien caiga, etc.
Guadalajara, en uno de los municipios de su zona metropolitana, Zapopan, 8 de febrero, meses atrás, al mediodía, o sea: historia ya fija; un comando de entre quince y veinte elementos copó un restaurante en una de las zonas comerciales y gastronómicas en las que suele darse cita un porcentaje de la gente que aparentemente no tiene la culpa de nada; algunos de los especialistas en los menesteres de la mafia postularon que el pelotón (es una manera de llamarlo) pretendía “levantar” a uno de los comensales; un policía que estaba en su día franco trató de contenerlos y desató una balacera que duró entre cuatro y cinco minutos. Murió uno de los atacantes que, no obstante, se las arreglaron para secuestrar a una persona (de la que no se supo, ¿no se sabe?, nada) y quedaron tres heridos en el campo de batalla (es nomás una forma literaria de describir el lugar porque, está dicho, no es una guerra). Nadie persiguió a los perpetradores.

Pasamos de aspirar a que nos gobernaran mujeres y hombres de Estado, frutos directos de la lucha armada que fue la Revolución, a que lo hicieran los hijos, hijas de instituciones más o menos consolidadas y del progreso económico y educativo, a terminar por optar por quien sea, de la calaña que a nadie le importa de entre quienes postulan los partidos políticos. Hoy, esos partidos, los candidatos electos y las agencias oficiales que gestionaron el proceso electoral esperan que nos mostremos agradecidos con ellos porque su democrática intercesión nos dio alcaldes, legisladores y gobernadores que dentro de unos meses, tal como hicieron sus predecesores, jurarán guardar y hacer guardar… las apariencias; aunque tampoco esto consigan, así como no consiguen ponerse de acuerdo, por ejemplo, en si la masacre en Nuevo Laredo alcanza para columbrar que padecemos una guerra; quizá sea tiempo de aceptar, ni modo, que lo que realmente les importa es llegar a la próxima contienda por los votos, cuyo mayor lucimiento dependerá de que las y los ciudadanos se mantengan asidos a la memoria de corto plazo y a la resignación, de otro modo podrían ponerse exigentes.

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