En aquel lejano país gobernaba una mujer que sabía sumar, medir y explicar. Dominaba los gráficos, respetaba los procedimientos y las tradiciones, consciente del papel histórico que representaba, aunque atada por ciertas lealtades que le impedían ejercer el poder como hubiera querido. No había llegado ahí por carisma ni por arrebato, sino por disciplina: la disciplina es una forma elegante de la paciencia.Nadie dudaba de su inteligencia. A veces, esa virtud suele ser una desventaja. Tampoco de su preparación técnica, admirable siempre y cuando no se practique en soledad. El problema no era lo que sabía, sino desde dónde debía decirlo.Porque gobernaba bajo una sombra. No una sombra cualquiera, sino una que hablaba todos los días, ya fuera a través de ella misma o por boca de terceros. Opinaba sobre todo y se había convertido en doctrina sin necesidad de libros. Una sombra que se instaló como tradición oral: omnipresente, moralizante y extraordinariamente ruidosa.La dirigente entendía al Estado como un sistema complejo que debía ajustarse con precisión quirúrgica. Pero el país que heredó prefería las consignas a los diagnósticos y la polarización al mantenimiento. Así, cada intento de matiz era leído como traición y cada corrección como tibieza.Ella quería hablar de datos. La sombra hablaba de pueblo. Ella proponía ajustes. La sombra exigía lealtad. Ella pensaba en el largo plazo. La sombra vivía en campaña permanente.Cada mañana, antes de que comenzara el día oficial, el eco del pasado ya había marcado la agenda. No con órdenes explícitas —eso habría sido vulgar—, sino con recordatorios morales: quiénes eran los buenos, quiénes los otros y qué verdades no debían someterse a revisión porque ya habían sido aplaudidas.La lideresa gobernaba entonces como quien camina sobre un piso recién pulido: con un cuidado extremo de no dejar huellas propias. Sabía que cualquier desviación del guion sería interpretada no como autonomía, sino como ingratitud histórica, el peor de los pecados en un sistema que confundía continuidad con obediencia ciega.Una noche previa a la Nochebuena, recibió una visita. No era un opositor ni un aliado. Era alguien más peligroso: un ciudadano jubilado, sin partido, sin consigna, con la costumbre incómoda de opinar.—Usted sabe cómo arreglar esto —le dijo—. Pero no parece querer hacerlo.Ella no se ofendió. La verdad, cuando llega sin micrófono, suele sentirse menos agresiva.—Gobernar —respondió— no es solo saber qué hacer, sino cuándo hacerlo.—Y también —replicó el visitante— es decidir quién controla la narrativa.Siguió un silencio largo, lleno de nombres no pronunciados. Entonces la lideresa respondió, con una cautela casi didáctica:—Esa es una tentación que quizá no deba tomarse a la ligera.Esa noche revisó informes. Todos confirmaban lo que ya sabía: que un país no se gobierna solo con fe ni se administra únicamente con ideología. Que la realidad es terca, incluso cuando se le llama “adversaria”. Y que los símbolos, por poderosos que sean, no arreglan economías ni pacifican territorios.A la mañana siguiente nada cambió de forma espectacular. No hubo ruptura ni declaración solemne. Eso habría sido impropio de alguien que cree en los procesos. Pero con la llegada del año nuevo algo comenzó a moverse: empezó a hablar con un tono apenas distinto. Menos consigna, más advertencia. Menos pasado, más presente.La sombra siguió ahí. Las sombras rara vez se disipan de golpe. Pero empezó a notarse algo inquietante: ya no ocupaba todo el espacio.Porque incluso en sistemas diseñados para la repetición llega un momento incómodo en que la técnica exige realidad y la ideología recalcitrante empieza a estorbar. Y entonces gobernar deja de ser un acto de fe para convertirse, por fin, en una decisión.Al final, este no es más que un cuento decembrino. Uno en el que la protagonista comprendió —tal vez demasiado tarde— aquella frase de Oscar Wilde, dicha con su habitual cinismo elegante:“La mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella”.