Lunes, 15 de Diciembre 2025

LO ÚLTIMO DE Ideas

Ideas |

La universidad frente al dogma de la eficiencia

Por: Mario Luis Fuentes

La universidad frente al dogma de la eficiencia

La universidad frente al dogma de la eficiencia

Pensar la educación en el siglo XXI exige ir más allá de la pregunta por su utilidad inmediata e interrogar sobre su sentido más profundo. En un contexto determinado por la preeminencia tecnológica, la sobreabundancia de información y la creciente subordinación del conocimiento a las lógicas del mercado, la educación corre el riesgo de ser concebida exclusivamente como un mecanismo de capacitación funcional. Sin embargo, históricamente, la educación -y de manera particular la educación universitaria- ha sido mucho más que un espacio de entrenamiento para el trabajo: ha constituido un espacio de formación del juicio, de cultivo de la razón crítica y de elaboración simbólica del mundo. Reducirla a la mera adquisición de habilidades operativas supone empobrecer tanto la experiencia educativa como el horizonte cultural y político de las sociedades contemporáneas.

Frente a lo anterior, resultan especialmente inquietantes las declaraciones recientes de Elon Musk, quien afirma que la educación universitaria no sirve para nada más que para demostrar la capacidad de cumplir con algunas tareas, y que cualquier conocimiento relevante puede adquirirse gratuitamente en internet. En su visión, las universidades carecerían de la capacidad de generar habilidades o competencias para el trabajo, por lo que su existencia se volvería prescindible en un contexto dominado por el autoaprendizaje digital. Más allá de la figura de Musk, estas afirmaciones expresan con claridad una concepción tecnocrática de la educación que identifica el valor del conocimiento exclusivamente con su rentabilidad inmediata.

El problema central de este planteamiento radica en una confusión fundamental entre información, aprendizaje y formación. Que hoy exista un acceso casi ilimitado a contenidos especializados no implica que los sujetos estén en condiciones de comprenderlos, evaluarlos críticamente o integrarlos en una visión coherente del mundo. El desafío contemporáneo no es la escasez de información, sino la capacidad de discernimiento. En efecto, la educación universitaria introduce a los estudiantes en tradiciones de pensamiento, métodos de argumentación y formas de problematización que permiten transformar la información en conocimiento y el conocimiento en juicio reflexivo.

La reducción de la universidad a un espacio de adiestramiento funcional ignora, además, la temporalidad propia del conocimiento. Buena parte de los avances científicos y tecnológicos que hoy sostienen la economía global surgieron de investigaciones teóricas que no respondían a demandas inmediatas de empleabilidad. La obsesión por la utilidad a corto plazo empobrece el horizonte intelectual de las sociedades.

La universidad es uno de los pocos espacios donde las lógicas del mercado, de la eficiencia y de la innovación tecnológica pueden ser interrogadas, discutidas y, llegado el caso, impugnadas. En este sentido, la universidad no es valiosa por su eficiencia, sino por su capacidad de incomodar, de cuestionar narrativas de inevitabilidad y de abrir espacios para la crítica racional.

La defensa de las humanidades se vuelve aquí central. La filosofía, la literatura, la historia y las artes no producen competencias cuantificables, pero forman sujetos capaces de interpretar símbolos, comprender conflictos, reconocer ambigüedades y deliberar sobre fines colectivos. Sin reflexión filosófica y ética, la innovación tecnológica corre el riesgo de convertirse en una fuerza ciega, orientada únicamente por criterios de rentabilidad y poder.

Asimismo, la investigación teórica conserva en el siglo XXI una función insustituible: constituye un espacio de resistencia frente a la colonización total del saber por la lógica instrumental. La teoría permite pensar lo que aún no es, imaginar futuros alternativos y sostener preguntas que no encuentran respuesta en los parámetros dominantes.

Finalmente, la universidad cumple una función política en el sentido más profundo del término. No solo forma trabajadores, sino ciudadanos capaces de argumentar, disentir y participar en la vida pública con responsabilidad intelectual. Allí se aprende a escribir, a escuchar, a sostener una posición y a reconocer la legitimidad del desacuerdo. Una sociedad que prescinde de la universidad como espacio de formación integral corre el riesgo de producir individuos altamente funcionales, pero pobres en juicio crítico y vulnerables a discursos autoritarios o tecnocráticos.

Temas

Recibe las últimas noticias en tu e-mail

Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día

Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones